11 julio 2011

Quédate.


Escrutando su mirada fue que pude capturar el nivel de su dolor. Sus pensamientos flagelaron su mente como un grueso cuero negro y pesado de los que se usan para dar latigazos. Sus ojos reflejaron el pánico que se había creado en su imaginación.

La soledad que sintió su alma durante esos pocos segundos era casi tangible y su falta de alegría y ausencia de positivismo vinieron a flote cuando de sus inocentes ojos cayó una lágrima que recorrió la superficie de su rostro, el cual mostraba una expresión de incredulidad y dolor agudo.

En cuanto la pequeña gota llegó al suelo, su cuerpo reflejó sus pensamientos y su necesidad de cerrar los ojos y evitar que su mirada reflejara la patética sensación, se vio satisfecha cuando al desmoronarse por completo tocó el piso, cual objeto sin vida, y con un grito estremeció mi cuerpo y mi interior.

Definitivamente no había sido bueno decirle tal cosa en ese momento. Su tristeza era tan perfecta y alucinantemente contagiosa, que no duré mucho tiempo en imaginarme cómo se sentía y fue inexplicable la necesidad de consolar su llanto, casi mudo.

Era de esperarse. Él la amaba, y la sola idea de su ausencia física resquebrajaba su interior, su alma. La amaba con locura y temía más la muerte de ella que la suya propia. No supo qué hacer. El silencio se apoderó de todo de una forma tan profunda que ni mis palabras de aliento pudieron romperlo.

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